Empezó de bien pequeña, gracias a la educación de mi familia, especialmente mi madre, terapeuta y formada en naturopatía, que me alejó de las papillas industriales y otros ultraprocesados para niños.

Mantuve una buena alimentación durante toda mi infancia y adolescencia, aunque en algunos momentos de rebeldía adolescente pecaba con galletas, croissants y demás ultraprocesados. También aborrecía el deporte, y frecuentemente trasnochaba al quedarme estudiando hasta tarde. Mi gestión del estrés era, bueno, la esperable en una adolescente con las hormonas revolucionadas. Pero en general tenía unos hábitos saludables, o eso pensaba yo.

Sin ir más lejos, mi proyecto final en Bachillerato fue un estudio de mercado sobre 15 de las galletas más consumidas en España. La finalidad del proyecto era encontrar «la mejor galleta» basándome en: composición, presencia de aditivos (y sus riesgos), sabor y saludabilidad. Qué lejos estaba de darme cuenta que la galleta ganadora no era para nada saludable, aunque curiosamente fuera la número 1 en el test de saludabilidad.